La historia del whiskey es intensa y profunda como su sabor y aroma. El primer registro escrito que existe se remonta a un mural del servicio de Hacienda del Rey de Escocia que tiene inscrita una leyenda: “Ocho cápsulas de malta a Fray John Cor, por orden del rey, con que hacer agua de vida.” La palabra gaélica uisge-beatha se convirtió en whiskey cuando llegó a Irlanda, una deformación producida por el cambio en la pronunciación. La frase significa agua de vida que era como los monjes llamaron al destilado. Por eso, a Fray John Cor lo que el rey Jacobo IV le estaba ordenando era que produzca whiskey con la malta que le entregaba.

Desde entonces, el recorrido de la bebida espirituosa preferida de los socios del Bankers Club ha sido próspero. Su producción y consumo no se popularizó sino hasta bien entrado el siglo 19 cuando Robert Stein inventó la columna de destilación de funcionamiento continua que producía un whiskey mucho más suave y fino de sabor. Este fue un logro no solo gastronómico, sino industrial: Las destilerías que fundaron fueron las más grandes empresas de la primera década de la revolución industrial en Irlanda y Escocia. El nacimiento de la industria del whiskey dio pie, también, a la creación de una cultura alrededor de whiskey.

En el Bankers Club servimos cerca de 300 vasos de whiskey al mes. En junio, habrá una promoción – dos por uno- de  whiskeys de 18 años en el piano bar todos los viernes desde las ocho hasta las once de la noche. Para nuestros socios, el agua de vida que inventaron monjes de otros tiempos y que una familia escocesa convirtió en objeto de culto —a medida que industrializaban dos países enteros— es indispensable en nuestro bar. Sean maltas puras, o los blended, whiskeys de single pot stills (es decir, de un solo tiesto de destilación), o los americanos bourbon y Tennessee, hasta el canadiense de centeno, el whiskey es un universo de texturas, aromas, marcas, y mixología. Beber whiskey es como dar una vuelta líquida por el mundo y su historia.

Es, precisamente, la exploración lo que marca —o debería marcar— nuestra relación con el whiskey. No hay una solo manera correcta de tomarlo; los expertos concuerdan que, como todas las cosas buenas de la vida, el viaje con el whiskey es un disfrute personal. Sin embargo, hay ciertos consejos o sugerencias que se pueden aplicar a todos los whiskys que, para nuestra suerte, pueblan esta Tierra. Por ejemplo, no está mal resistirnos a la tentación de echarle hielo al whiskey —especialmente en una ciudad como Guayaquil. Si bien muchos whiskys se potencian con el hielo (ya veremos por qué) para empezar, para conocerse con el whiskey, como con los amigos y los amores, es mejor ir sin añadiduras: hay que ver cómo el aroma nos llega, cómo los sabores van copando la boca. Por supuesto, no es una opción para todo el mundo: el contenido alcohólico del whiskey suele estar entre 40 y 43%, lo que puede ser difícil de asimilar para un paladar menos familiar con el agua de vida.

Ahora, volviendo al hielo: la frase en las rocas es muy popular, pero es algo que debemos hacer con cuidado. El hielo puede potenciar ciertos sabores —y si es lo que se busca, perfecto. Pero podría también opacar otros y, si en un clima tropical, se derrite rápido, lo que hace que el whiskey se diluya. Si lo que buscamos es el efecto de enfriamiento sin la dilución, se puede intentar con unas piedras de whiskey (que se enfrían en el congelador y se ponen en los vasos). Si vamos a usar hielo, lo mejor es usar cubos grandes y nunca hielo triturado porque se derrite más rápido.

Es curioso: mucha gente cree que un whiskey en las rocas será siempre mejor que un whiskey con agua. Pero no: añadirle un poco de agua —tampoco medio vaso— al whiskey es como añadir oxígeno al vino. Abrirá nuevos sabores y aromas porque la adición de esos dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno cambia la estructura molecular misma. Con la cantidad precisa, el agua abrirá una experiencia total a la bebida. Los especialistas sugieren hacerlo gota a gota. Añadir una, mezclar y probar; luego repetir el ejercicio hasta encontrar el punto exacto. Es un ejercicio de carácter y paciencia, que exige la precisión quirúrgica que solo las cosas que importan requieren. Después de todo, como decían los abuelos: lo que el whiskey no cura hay que operar.